La cuestión es que hoy, subiendo en manada al departamento en ascensor, el jefe del departamento de genómica, de pie junto a mí, se me inclinó con mueca muy alemana y, con excesivo cuidado y parsimonia (otro al que le han vendido que el pelo es una de las partes más apreciadas de una mujer), extrajo el lápiz HB que me había endosado de nuevo en la coleta hasta que fuera de menester.
-Ten – me dijo, muy galante, colocándome el lápiz delante de la nariz. – Seguro que lo estabas echando de menos. (Refiriéndose al lápiz, por supuesto. No estamos en esos términos el director de genómica y la abajo firmante, malpensaos.)
Me lo quedé mirando, intentado no lucirme con una de mis caras de manga, y le contesté, con la mejor educación que pude (que está un poco oxidada por la falta de uso):
-Gracias. Ahora, haz el favor de colocarlo dónde estaba.
Vale, lo confieso, el tono señorita Rottenmeyer no es muy educado, que digamos.
Y, vuelta a empezar, procedió a introducirme el lápiz en el pelo, con tal tembleque de pulso que parecía que más que un utensilio de escritura estaba intentando insertarme un bisturí, y poniendo una cara de póker del plan de “esto me pasa a mí por querer ser amable con una doctorante”.
Conclusión: no tomes medidas si hay pelo de por medio. No esperes gratitud de una anfibia íbera en lo que a lápices se refiere. Y practica un poco más jugando a mikado, for if the flies.
***
Me pregunto la cara que hubiera puesto si yo, como cierta amiga mía, hubiera utilizado el lápiz para mantener en su sitio un moño improvisado. La caída en onda de mis melenas le hubiera dado un patatús cuando hubiera insistido en poner el lápiz otra vez en su lugar.
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